viernes, 5 de octubre de 2012

Fin de Perú - Comienzo de Ecuador


  Varios ciclistas que cruzamos en el camino, nos informaron de la mística casa de ciclistas de Trujillo y de su dueño Lucho. Ni bien llegamos a Trujillo nos dirigimos a lo de Lucho. Su casa, desde el año 1985, tiene las puertas abiertas a todos los viajeros (en bicicleta) que pasan por la ciudad. Nosotros fuimos los visitantes número 1745 y 1746, así que se podrán imaginar que “la casa de la amistad” tiene historias por todos los rincones. Algunas alegres, otras tristes, otras motivadoras, otras no tanto; historias de cientos de aventureros. Lucho tiene un libro en el que cada viajero deja asentado su paso por Trujillo, y en él encontramos muchas aventuras relatadas. Por ejemplo, la historia de un hombre que hace 46 años que recorre el mundo en su bicicleta. Otra, de un hombre que con sus 82 años se daba los lujos de recorrer caminos en bicicleta. Otra, de unos argentinos que indignados porque su abuela pasó sesenta y pico de navidades en un mismo lugar, salieron a recorrer Sudamérica en bicicleta, y también llevaron a su abuela, pero de una forma un tanto particular: por cada pueblo que pasaban, pegaban una foto con la cara de su abuela.
  Los ciclistas pasan por Trujillo, y viendo la hospitalidad y confianza de Lucho no les dan ganas de abandonar la ciudad. Y para verificar lo que digo, está la historia de un ciclista que de su paso por Trujillo hizo una estadía de un año en la casa de Lucho. La nuestra no fue tan larga, solo tres días. De Trujillo no conocimos mucho porque todas las ruinas y museos de la ciudad son pagos, pero conocimos, a nuestro parecer, lo mejor de Truillo: un hombre que vendía churros calentitos, buenísimos, y muy baratos.
  He aquí un episodio curioso: mientras esperábamos que nuestro amigo termine de cocinar los churros, vimos que un tumulto de gente se acercaba por la vereda de enfrente, gritando y provocando un fuerte batifondo. De entre la gente aparecieron dos adolescentes mujeres peleando a las trompadas y tirones de pelo. Vimos el espectáculo durante unos segundos desde la vereda de enfrente, pero viendo que la gente solo miraba y gritaba, decidimos intervenir. Intentamos separarlas por la fuerza, a los tirones, pero estaban tan prendidas de los pelos, que no solo la fuerza no ayudaba, si no que empeoraba la situación. Más vale mania que fuerza: logramos desprenderlas mediante cosquillas y rodillazos en las articulaciones. Luego de que cada una de las boxeadoras se vaya con su grupo, nosotros nos ganamos unos sandguches y churros de los vendedores de la esquina del cuadrilátero.
  En la casa de Lucho también conocimos a un ciclista holandés, un argentino y dos alemanes, con los que compartimos bastante tiempo en la casa.
  Finalmente, previo saludo a Lucho, abandonamos Trujillo. Pedaleamos unos 50 kilómetros y llegamos a Paiján, ciudad peligrosa para los ciclistas según Lucho y otros viajeros. En Paiján almorzamos, y al salir se nos acercó un policía a decirnos a decirnos que nos patrullaría en un móvil hasta la salida (6km). El policía dijo que pedaleáramos, que enseguida nos alcanzaba. Le hicimos caso, pero salimos de Paiján y la policía nunca apareció, pero por suerte los ladrones tampoco. Pedaleamos otros 55 kilómetros  y llegamos a Pacasmayo, donde nos comunicamos con Juan, un contacto que nos pasó Lucho. Juan nos prestó su patio para armar la carpa. Pasamos la noche y al otro día estuvimos conociendo un poco el pueblo con nuestro anfitrión. Conocimos las playas y el muelle con sus historias.
  Hace unos cuantos años, Pacasmayo tenía un puerto en el que los barcos, nacionales y extranjeros, hacían su parada. En el pueblo hay una fábrica de cemento (la segunda más grande de Perú), donde actualmente trabaja Juan. Antes, el cemento era transportado en tren hasta la punta del muelle, y desde allí se transportaba en barcos a los distintos pueblos y ciudades. En el año 1789 se produjo la llamada guerra del pacífico, en la que se enfrentó Chile, con Bolivia y Perú, y los chilenos derribaron la mitad del muelle de Pacasmayo.  Actualmente el muelle es solo utilizado por pescadores, puesto que los barcos no pueden entrar por falta de profundidad.
  Salimos de Pacasmayo a la tarde, pedaleamos unos 35 kilómetros y frenamos en un pueblo muy pequeño, donde acampamos en el patio de la comisaría.
  Al otro día, luego de un desayuno de café con tamales, partimos rumbo a Chiclayo, sin saber cuántos kilómetros teníamos para pedalear.  Ya al medio día, con unos cuantos kilómetros pedaleados por desierto, encontramos un pequeño restaurante al costado de la ruta. Sólo nos quedaban monedas, y faltaban unos 50 kilómetros hasta Chiclayo. Hablamos con la señora del restaurante, y nos dio dos platos de sopa, pero al rato se apiadó y nos dio otros dos platos de arroz con huevo. Llegando a Chiclayo, vimos una piedra pintada al costado de la carretera que decía: “casa de ciclistas Chiclayo, dirección, Amazonas 770”. Buscamos esa dirección, y era la casa de una señora que prestaba su patio para que los ciclistas armen su carpa. Allí conocimos a Mao y Lúa, una pareja que hace seis años que viaja en bicicleta, viviendo de los malabares, artesanías y música. En Chiclayo nos quedamos dos días, conociendo y compartiendo anécdotas con Mao y Lúa, quienes tienen un estilo de vida muy particular, ya que ven la vida desde un punto de vista distinto que la mayoría de la gente. Viajan en unas bicicletas viejas, con unos canastos arriba llenos de cosas, como clavas, instrumentos, artesanías, herramientas, una máquina para hacer tatuajes, además de las cosas normales para viajar, como ropa, carpa, ollas, etc.


Con dos ciclistas alemanes en "la casa de la amistar"




Con Lucho


El ciclista de la paz

Cuervos viendo caer el sol

Muelle de Pacasmayo

Pacasmayo



Jefe de bomberos, un bombero que trabajaba como payaso y Lucas


Piedra escrita al costado de la ruta.

Nos despedimos de Mao y Lúa, pero seguros de que nos volveríamos a encontrar en el camino. Pedaleamos unos pocos kilómetros hasta un pueblo llamado Mórrope, y ya que es el último pueblo antes de un largo desierto de unos 180 kilómetros, decidimos entrar. En Mórrope hicimos el habitual descanso en la plaza donde charlamos con la gente del pueblo, y fuimos a dar con el cura Alberto, encargado de la iglesia del pueblo. Alberto nos dejó armar la carpa bajo un techo y nos dio comida. Justo coincidió que era su cumpleaños así que también nos dio unas porciones de torta. A Alberto le llamaban mucho la atención los viajeros, y cada vez que veía uno dando vueltas en el pueblo le daba una mano en lo que podía.
  Al día siguiente nos invitó a desayunar a su casa y nos regaló una torta entera para el camino. Pedaleamos unos cuatro kilómetros hasta un peaje cercano al pueblo, y nos dedicamos a hacer dedo para cruzar el desierto en camión. Hicimos dedo durante una hora (en esa hora nos comimos la torta que nos había regalado Alberto) hasta que frenó un camión. Cargamos las bicicletas arriba de las bolsas de cemento que transportaba y nos subimos a la cabina. El camionero vivía en Máncora, y viajaba en el camión hasta Tumbes, al norte de Perú. Al rato de viajar en el camión, encontramos en la ruta a Mao y Lúa, que se habían largado a cruzar el desierto sin un peso ni comida. Hablamos con el conductor, y éste se ofreció a llevarlos con nosotros. Se nos complicó para cargar la bicicleta de Mao porque pesaba más que una moto, pero finalmente entre los tres lo logramos. El camino fue bastante largo, unas tres horas en camión viendo solo arena, y escuchando a Mao que continuamente agradecía por subirlos en el camión. Nosotros nos bajamos en Sullana, al medio día. Mao y Lúa siguieron en el camión hasta Máncora. Como Sullana es una ciudad bastante grande, almorzamos y decidimos pedalear unos kilómetros hasta encontrar algún pueblo pequeño. El primero que encontramos se llamaba Mallares. Estuvimos un rato deliberando a ver si entrabamos o seguíamos otros kilómetros, pero finalmente decidimos entrar. Llegar a la plaza principal costó debido a que las calles estaban siendo reparadas. Tuvimos que subir y bajar unas lomas (el pueblo está construido sobre pequeños cerros) preguntando a la gente, que nos respondía tímidamente, con un poco de miedo causado por la presencia de dos extranjeros en su pueblo. Llegamos a la plaza y nos sentamos en uno de los bancos. Al rato teníamos unos ocho niños sentados en el banco frente al nuestro (un metro y medio) mirándonos silenciosos y asombrados, sin responder a nuestras preguntas. Nosotros preguntábamos y ellos se codeaban y sin sacarnos la mirada de encima se decían unos a otros, en voz baja, “contesta tú”, “no, contesta tú”, y nadie contestaba. De a poco fuimos rompiendo el hielo. Al rato, los curiosos no eran los chicos si no los grandes, estábamos sentados en el banco rodeados de gente, que solo se dedicaba a mirarnos como marcianos. Preguntamos por la cancha de vóley armada en el medio de la calle, y nos dijeron que cada tanto se juntaban a jugar, y como no podía ser de otra manera, al rato estábamos jugando un partido de vóley con la gente del pueblo. La verdad es que no anduvimos tan mal, sólo que demostré mi torpeza en una jugada en la que me toco rematar y rematé la pelota, la red y los postes que sostenían la red. De un momento a otro me vi en el piso con la red arriba y los postes al lado mío, y toda la gente del pueblo cagándose de risa. El partido continúo junto a las cargadas y las risas. Terminados los tres partidos, la señora Meche, la vendedora de pochoclos y una de las tantas espectadoras del vóley, nos invitó a dormir a su casa. Nos presentó a su hija Fátima con su novio Junior, y su nieto Axel. Pero antes de ir a lo de Meche, jugamos un partido de fútbol con todos los chicos del pueblo, y ahí también anduvimos bien (el más grande tendría unos diez años).
  Uno de los grandes problemas del pueblo es el agua. Solo llega agua dos horas a la semana, que pueden llegar a ser hasta de madrugada, y en esas dos horas la gente carga baldes y baldes para tener agua durante la semana.  Por este motivo nos bañamos en el patio de Meche, con un balde de agua fría. Luego del baño fuimos a un bingo que organizaba el pueblo en la plaza central, donde hicimos más amistades con la gente del pueblo. Esa noche, los muchachos de nuestra edad del pueblo nos invitaron a un partido de fútbol que se jugaría a la mañana siguiente. Nuestra idea era partir al otro día pero decidimos postergar la estadía por el partido de fútbol y la insistencia de los chicos para que nos quedemos.
  Cenamos con Meche y su familia, quienes nos prestaron un cuarto para pasar la noche. Al otro día, desayunamos temprano y fuimos al punto de reunión para el partido de fútbol. Fuimos a la cancha del pueblo y el partido comenzó. Ahí si tengo que admitir que no anduvimos tan bien, si bien corrimos bastante, nuestra torpeza no dejó demostrar muchas habilidades en la cancha.
  A la tarde fuimos a bañarnos con algunos chicos a la quebrada del pueblo: Un arroyito con pescados, rodeado de bananos y plantas selváticas, donde los chicos nadaban y jugaban en calzoncillos. Más tarde jugamos otro partido de fútbol con todos los niños del pueblo y luego estuvimos jugando y contando historias con los niños y las niñas.  Terminamos el día agotadísimos, pero a la noche fuimos a dar una vuelta por el pueblo y nos encontramos con un cumpleaños de quince, con un estilo muy de pueblo. Nos metimos a ver como funcionaba el cumpleaños y terminamos tomando cervezas con la gente del cumpleaños.
  Los chicos no solo querían que nos quedemos unos días más, sino que querían que nos quedemos un año más. Uno de los chicos nos había conseguido trabajo en la chacra del padre, y hospedaje en no sé dónde. El tipo ya nos había organizado todo, pero seguimos viaje para conocer más gente buena.

Con el cura de Morrope

Transporte publico




Nuestras bicis, la de Mao y la de Lua arriba del camion

Equipo de Lucas (ganador por un gol)

Mi equipo

Los dos equipos

Sin palabras 

Con Meche, Fatima y Junior.

Al segundo partido se sumaron mas chicos.







  Pedaleamos unos treinta kilómetros, y tuvimos que frenar en un paraje porque nos dolían mucho las piernas del partido de fútbol. Pasamos la tarde leyendo en una especie de tinglado que su dueño nos prestó para armar la carpa. A la noche una señora del paraje nos invitó a cenar, y a la cama (piso).
  Al día siguiente pedaleamos hasta Talara, meta del día anterior. Llegamos al medio día, comimos unos sandguches en la plaza y luego fuimos a conocer las playas, pero nos encontramos que Talara no tiene playas, la costa está utilizada por industrias petroleras. A la tarde comenzamos a buscar un lugar para pasar la noche, y dimos con Pedro, un empleado de una empresa petrolera que justo pasaba por al lado nuestro, le preguntamos la hora y terminamos durmiendo en un galponcito que tenía para guardar herramientas. Pedro nos llevó a cenar a su casa y nos presentó a su familia. Nos aconsejó un poco por donde andar en la zona y nos indicó algunos caminos más cortos para tomar. Al otro día desayunamos con Pedro y partimos para Lobitos por un camino de tierra costero, pasando por una zona supuestamente peligrosa. Llegamos a Lobitos, y fuimos directo a la playa, con bici y todo.
  Lobitos es un pequeño pueblo de pescadores, que actualmente es muy elegido por los surfistas de todos lados por las grandes olas que se forman. Muchos de los surfistas que van son argentinos, de los cuales, encontramos dos necochenses. Hay un lugar llamado Surf Camp, donde se alojan la mayoría de los surfistas.
  Nosotros armamos la carpa en la playa y pasamos el día leyendo, y metidos en el agua.  También Lobitos brinda unos atardeceres impresionantes, que si bien una cámara no ve como el ojo humano, se pueden apreciar bastante bien en las fotos.
  El día siguiente lo pasamos en la playa. El único inconveniente que tuvimos fue que el mar creció más de lo normal, y se nos metió en la carpa con nosotros adentro. Tuvimos que salir cagando con todas las cosas para arriba, y poner a secar todo. La única tecnología que tenemos es la cámara de fotos que por suerte se salvó. A la tarde estuvimos con los necochenses Ivan Gomez e Iñaki Morel, que hacía unos tres meses que estaban instalados en las playas de Lobitos.





Camino a Lobitos



Muelle de Lobitos

Lobitos

Lobitos

Atardecer en Lobitos



Los pescadores se ayudan a sacar los barcos a la arena

Atardecer en Lobitos



Hospedaje de la mayoría de los surfistas.

  Al otro día salimos en bici casi al medio día por un camino de tierra bastante jodido. No pedaleamos quince minutos que pasó un camión, frenó y se ofreció a llevarnos. Y qué le vamos a decir… llegamos al Alto en camión, que como su nombre lo dice, para llegar hay que subir una tremenda cuesta, que a nosotros no nos costó tanto. En el Alto almorzamos y pedaleamos hasta Órganos, embaladísimos por una gran bajada. Llegamos a Órganos a la tardecita, por unos caminos muy lindos, al lado del mar. Allí le pedimos a la policía de carretera de armar la carpa al lado de su cuartel. El jefe resultó ser un tipo muy buena onda, y nos regaló unos biscochos con una gaseosa.
  En la mañana dejamos la carpa armada y fuimos caminando a conocer las playas del pueblo. Caminamos unos kilómetros por las playas y a la tarde pedaleamos hasta Máncara, pueblo muy turístico y elegido por los gringos. Buscamos un lugar para acampar, pero el mar justo había subido mucho hasta romper veredas y negocios del pueblo, y al no haber playas tuvimos que pagar un camping. A la noche estuvimos dando unas vueltas y conociendo Máncora. Al otro día hicimos sociales con la gente del camping, de los cuales muchos eran argentinos. Conocimos a un cordobés que tenía una bicicletería en Córdoba, y nos miró un poco las bicicletas con ojos de mecánico. Las ajustó un poco y salimos a la ruta.  La idea era quedarnos un tiempo en Máncora, pero como no pudimos acampar en la playa decidimos seguir viaje.

Viajando en camion hasta El Alto



Cerca de Los órganos 





Acampando en la policía de carreteras de Los órganos. 

Mancora

  Pedaleamos hasta Punta Sal, un balneario lleno de casas lujosas y buena gente. Pasamos la tarde en la playa, amagando para meternos al mar (el día estaba nublado) hasta que nos metimos, y nos quedamos como una hora en el agua. En la playa conocimos una pareja de ingleses jubilados, que se dedicaban a viajar sin tiempo ni rumbo en una combi 4x4, y quedamos en encontrarnos al otro día en la ruta para desayunar.
   A la tardecita averiguamos para acampar en la playa, pero el alcalde nos dijo que estaba prohibido, pero que podíamos ir a su casa. A la noche fuimos a su casa, donde nos llevamos una gran sorpresa. El tipo resultó ser una especie de chamán, con un altarcito en su cuarto, y unos cuantos problemas psicológicos. Ni bien llegamos, estaba haciendo una especie de ritual con otra gente, alrededor de un fogón en la arena. Fuimos al almacén a comprar comida, y el dueño del almacén nos dijo que nuestro anfitrión no era el alcalde, era un simple loco que se creía ser el alcalde. A la noche estuvimos charlando con el supuesto alcalde y un huésped que tenía en su casa… en verdad no estuvimos charlando, sino escuchando los delirios del chamán. El hombre, a las 12 de la noche, cambió de opinión y en vez de prestarnos las hamacas paraguayas para dormir afuera, nos prestó un cuarto con camas y baño propio. Nos acostamos un poco asustados por lo que podía llegar a hacer este tipo, pero ni bien tocamos la almohada nos olvidamos de donde estábamos durmiendo.
  Nos levantamos temprano, saludamos al chamán y huimos de Punta Sal. Pedaleamos unos kilómetros, y nos encontramos con los ingleses. Hicimos una parada al costado de la ruta, desayunamos con ellos y arreglamos la rueda de Lucas. Seguimos pedaleando, y al medio día nos encontramos con Mao y Lúa en la ruta, así que seguimos pedaleando juntos hasta Punta Grau. Armamos las carpas en la playa y estuvimos un buen rato en el mar. Punta Grau es una aldea de pescadores, muy tranquila y con unas playas hermosas. Nos pusimos a charlar con uno de los pescadores, y quedamos que al otro día (cumpleaños de Lucas) a la madrugada, Lucas y yo nos embarcaríamos a pescar con ellos. Mao no quiso por miedo al agua y Lúa quería pero los pescadores no la dejaron por ser mujer. A la noche cocinamos una especie de guiso y a la carpa.
  A las cuatro de la mañana, aparecieron los pescadores. Nos levantamos y medios dormidos nos subimos a unas balsitas de tronco para entrar al mar, hasta llegar a los barcos amarrados mar a dentro. La entrada fue bastante jodida: los tipos se meten en calzoncillos parados en las balsitas, pasan la rompiente y llegan a sus botes, pero yo no llegue a pasar la rompiente y fui de cabeza al agua a las cuatro y media de la madrugada. Una vez en el barco conocimos al resto de la tripulación: una familia que toda su vida se dedicó a la pesca. Todos los, días el padre (65 años aproximadamente) junto a sus dos hijos (40 y 45 años aproximadamente)  se embarcan de madrugada a cumplir con su trabajo.
  El pequeño y deteriorado barco de madera comenzó a avanzar hacia el fondo del mar. Unos cuantos kilómetros adentro los pescadores comenzaron a tirar la red, y una vez hecho el trabajo, se tira el ancla y se cocina el desayuno: café con pescado saltado. Yo no comí mucho porque al ver moverse el barquito en unas olas enormes sabía lo que me esperaba. Y así fue, al rato estaba lanzando todo lo que tenía en la panza. Luego de un tiempo se junta la red, y se comienzan a sacar todos los pescados y bichos marinos atrapados en la misma. Esto demora un buen tiempo. Finalmente, a las dos de la tarde llegamos a tierra, nuevamente en la balsita, pero esta vez con calor. La experiencia, a pesar de los inconvenientes fue muy buena. Y mejor para Lucas que solo tuvo algunos mareos.
  Nos despedimos de Mao y Lúa que nos esperaban para saludarnos y cocinamos unos fideos con tuco de pescado que nos regalaron los trabajadores. Dormimos una siesta para componernos y terminamos la tarde festejando de una buena forma: comiendo panes con dulce de leche viendo el atardecer en la playa, seguido de un neskuik a la luz de la luna.

La casa del "alcalde" de Punta Sal

Mateando en la playa

Desde el patio del "alcalde"



Desayunando con los ingleses

Mao y Lua

Mao

Las balsas con las que nos metimos hasta los barcos que se ven anclados.

Acampando en la playa


  Al otro día, desayunamos y comenzamos a pedalear. Llegamos a la frontera de Perú con Ecuador. Nos despedimos de Perú, hicimos los trámites y entramos a Ecuador. La primera ciudad es Huaquillas, así que llegamos a la plaza y compramos unas cervezas ecuatorianas para celebrar la entrada al país Pedimos alojamiento en los bomberos, y después de varias vueltas nos dejaron dormir en la cocina.
  Nos levantamos y aprovechamos que teníamos cocina para desayunar como dios manda. Comenzamos a pedalear por una ruta entre enormes plantaciones de bananos = quince bananas diarias. Pedaleamos hasta un pueblo, donde paramos a almorzar, y desde allí nos indicaron un camino medio rural para llegar a Santa Rosa. El camino tenía bastantes lomas pero era un paisaje selvático muy lindo. Santa Rosa es una ciudad bastante grande, y nuestros habituales lugares para dormir nos fallaron. Sin lugar en los bomberos, ni en las iglesias, ni en la municipalidad, ni en el polideportivo, tuvimos que recurrir a la policía, quienes nos sorprendieron. Los policías eran muy amables y nos prestaron un cuarto vacío para dormir bajo techo.
  Nos despedimos de los policías y salimos a la ruta. A la tarde llegamos a un pueblo, nos instalamos en el cuartel de bomberos y salimos a recorrer el pueblo. Nos pegamos un baño en los bomberos y a la noche dimos unas vueltas porque era sábado y el pueblo estaba de joda.
  Al otro día pedaleamos unos cuantos kilómetros acompañados de una gran cantidad de motos que pasaban todo el tiempo en caravana con la escusa de una procesión hasta llegar a Naranjal, meta de los motoqueros. En Naranjal vimos el espectáculo que hicieron las motos pasando a toda velocidad por las calles, haciendo ruido, manejando en una rueda, y de más acrobacias. Los bomberos nos prestaron la cocina para dormir, así que nos instalamos y mientras Lucas iba a la misa yo me quedé leyendo en una hamaca paraguaya del cuartel. La noche no fue tan buena porque el bombero de guardia se quedó mirando televisión hasta las tres de la mañana con el volumen muy fuerte, y también se escuchaba la música de un cumpleaños que se festejaba arriba del cuartel. Igual nos tuvimos que levantar temprano porque teníamos que pedalear 95 kilómetros hasta Guayaquil.
  Los primeros sesenta kilómetros se hicieron medios pesados por el calor y el hambre, pero al medio día llegamos a un paraje donde pudimos almorzar, hacer un descanso al costado de la ruta y los últimos 35 kilómetros se hicieron un poco más leves. La entrada a Guayaquil también fue bastante dura, porque tuvimos que pedalear unos cuantos kilómetros más por autopistas hasta el centro de la ciudad, pasando por un puente larguísimo desde donde se ve toda la ciudad, para luego pasar por un túnel bastante largo y peligroso. Una vez en el centro, y siendo Guayaquil la ciudad más grande de Ecuador, decidimos postergar el típico descanso en la plaza para buscar alojamiento. Los bomberos no dieron resultado, y como ya estaba oscureciendo decidimos buscar un hostel barato para pasar la primera noche, y luego buscar algo gratis. Comenzamos a preguntar por algún hostel barato, y terminamos en la “zona roja” de Guayaquil, y los supuestos hostel baratos eran telos, de los cuales, la gran mayoría eran atendidos por maricones que preguntaban: “ y cuántas horas quieren”. Huimos de la zona y volvimos al centro, con la idea de pasar la noche en la plaza. Nos instalamos en un banco, y esperamos pasar el tiempo. A las dos horas, se nos acercó un croto y nos dijo que era peligroso que pasemos allí la noche con las bicicletas, que él conocía a un guardia de un edificio para que hablemos con él, ya que había varios crotos que dormían al lado del edificio con el cuidado del guardia. El guardia resultó ser un tipo muy amable. Estuvimos charlando con él y con un estudiante que alquilaba un departamento en el edificio hasta tarde. Finalmente, el guardia nos dejó armar la carpa en la cochera del edificio.



Siesta en la plaza









Plantaciones de bananos

Andamio gigante de cania (no funciona la enie)





Motoqueros

Durmiendo en la cocina de los bomberos, uno en el piso y otro en la mesa

En el camino se ven plantaciones de cacao

Nunca pudimos averiguar el motivo del nombre 

Descanso en un puesto de vendedores de frutas abandonado

Entrando a Guayaquil

Malecón de Guayaquil

  Al otro día, mi cumpleaños, nos levantamos bien temprano para desarmar la carpa antes que salgan los autos de la cochera y sancionen al guardia. Dimos unas vueltas por el malecón de la ciudad y pedaleamos unos kilómetros hasta los barrios alejados de Guayaquil, para buscar alojamiento gratis y así poder conocer mejor Guayaquil. Como no conseguimos nada, comenzamos a pedalear por las autopistas hasta que recién a la tarde logramos llegar a Chongón, un pueblo alejado de Guayaquil. Allí nos instalamos en la plaza, y sacamos permiso para armar la carpa. El policía con el que me tocó hablar era medio boludo, y no nos quería autorizar porque no estaba su jefe. Me llevó a hablar con la jefa de la comuna del pueblo, y finalmente nos autorizó para armar la carpa en la plaza. A la noche conocimos a los muchachos del pueblo y estuvimos festejando mi cumpleaños con cervezas y guitarreadas en la plaza, hasta que llegó un móvil de la policía para decirnos que mejor acampemos en el patio de la escuela, porque allí había un guardia toda la noche. El comisario nos dijo que ellos cada tanto patrullarían la escuela por seguridad. Nosotros pensamos que no era necesario, que el pueblo parecía muy tranquilo, y ya habíamos conocido a los muchachos del pueblo que ellos también nos decían que era tranquilo. El comisario luego de decirnos que allí estaríamos tranquilos y seguros, nos preguntó:
- ¿y no tienen algo para la vuelta muchachos?
- ¿Algo para qué? -  le respondimos.
- Algo para la vuelta -  insistía el comisario.
- No che, no tenemos nada, si estamos durmiendo en una plaza es porque no tenemos dinero comisario.
Así que el comisario no sólo nos cortó la guitarreada sino que también nos pedía coima.
  Luego de dos días de pedaleada por unas lomas no muy grandes, pero si cansadoras, llegamos a Baños de San Vicente. Estuvimos haciendo nuestro descanso en la plaza del pueblo y charlando con los chicos. Estuvimos preguntando a la gente si podríamos armar la carpa en la plaza, y nos decían que no iba a haber problemas, pero que primero nos lo autorice el alcalde. El alcalde resultó ser un gordo boludo, que no solo no nos dejó armar la carpa en la plaza, sino que también nos trató mal. Bastante enojados, no armamos la carpa en la plaza, pero si la armamos en la vereda de la plaza, y por suerte nadie nos sacó.

Cerveza pilsener

Acampando en la vereda de la plaza

  Al otro día, mientras desarmábamos la carpa, las cocineras del colegio del pueblo nos dieron un poco de chocolate con pan, y salimos a pedalear con el entusiasmo de llegar a Montanitas.  Pedaleamos unos kilómetros por una bici senda hasta llegar a la costa. A partir de la costa la ruta se hace más ancha y la bici senda más chica, pero no deja de ser seguro para los ciclistas.  A las 11:00hs llegamos a un pequeño pueblo e hicimos un descanso en la playa antes del almuerzo. A las 12:00hs almorzamos y luego hicimos otro descanso en la playa. Más tarde llegamos a Montanitas, y llamamos a Simón, un contacto que nos había pasado un bombero de Huaquillas. Recién a la noche nos pudimos encontrar con Simón en su casa. Simón no tenía lugar para que armemos la carpa, pero su vecino nos vió con las bicicletas, y luego de una charla nos dejó armar la carpa en su parque. Una vez instalados, fuimos a conocer la famosa noche de Montanitas.
  Montanitas es un pueblo sumamente turístico que recibe a extranjeros de todo el mundo. Es un lugar de joda, joda y más joda. Durante el día la gente disfruta de las playas tomando cervezas y practicando surf, y durante la noche se descontrola el pueblo y se ven espectáculos callejeros, bandas, bailes en las calles, fogones en las playas, y muchos locos y borrachos. Nosotros nos quedamos unos cuatro o cinco días y nos tuvimos que ir porque a pesar de que se la pasa de maravillas, la joda también te deja sin un peso en el bolsillo. Pero conocimos gente de todos lados y también tocamos la guitarra con otros músicos.
  Nos levantamos medio tarde por culpa de la noche anterior, almorzamos, desarmamos campamento y comenzamos a pedalear recién a la tarde. Llegamos a Las Tunas ya oscureciendo. Encontramos un techo, averiguamos quien era el dueño  y preguntamos para armar la carpa bajo el techo, porque en Montanitas ya nos había agarrado un aguacero que se nos entró el agua a la carpa, y no queríamos que se repita.
  Desde Las Tunas pedaleamos hasta Puerto López, donde almorzamos una sopita de camarón, dormimos una siesta en la playa y seguimos hasta Puerto Callo. En Puerto Callo repetimos la historia, buscamos un techo (en este caso el alero de un restaurante), buscamos a su dueño y armamos campamento bajo el techo. A la noche compramos un ron, nos pusimos a recordar momentos del viaje, el ron se elevó a la N y terminamos durmiendo con una borrachera que al otro día nos obligó a quedarnos en Puerto Callo. 



Banio previo al almuerzo



Pedaleando al lado de la playa

Montañitas


 Montañitas





A pocos kilometros de la costa, el clima y el paisaje cambian



Acampando en Las Tunas

Un pueblito cerca de Puerto Lopez














Tomando coco



Puerto Lopez



Acampando en Puerto Callo

  Ya recuperados, levantamos campamento y seguimos viaje. El camino costero se transformó en un bosque húmedo, con un paisaje selvático y una llovizna molesta. Luego, bajamos una pequeña montaña y volvimos a ver el sol. Al medio día almorzamos cerca de San Lorenzo, seguimos hasta el pueblo e hicimos un descanso, con otra especie de almuerzo que nos regaló una pareja quiteña. Ya con la comida asentada comenzamos a caminar la dura subida de San Lorenzo. Otra vez, en unos pocos kilómetros el paisaje y el clima cambian radicalmente. El sol se esconde, y nuevamente un paisaje selvático con llovizna. Llegamos caminando a la cumbre de la montaña y nos dedicamos a ver los monos subidos a los árboles. Luego la bajada, donde nuevamente se ve el mar iluminado por un sol que calienta el lomo. A las 18:00hs llegamos a Manta.    





Almorzando frente al mar, a pocos kilometros de San  Lorenzo



La terrible cuesta

Monos


Santiago Mutilba

saanti_m@hotmail.com